*Texto
ganador del primer premio del concurso cuento corto Agenda Latinoamericana
2017.
Volvieron
a ver su tierra después de muchos años en el exilio. La curva del camino, ya reconocida
hace tiempo, les indicó que estaban cerca de la parcela en donde alguna vez fueron
felices. Manuel acarició la cabeza de su hijo mientras miraba los ojos melancólicos de
Martha, tratando de contagiarle esa esperanza que hoy sin embargo se dibujaba
solo como una promesa. Caminaban lentamente como buscando desandar los pasos
que la violencia les había obligado a dar abandonando todo lo que poseían.
Hacía
ya un año que la guerra había terminado. La paz se firmó entre los aplausos de
unos y la indiferencia y el escepticismo de otros. El perdón y el olvido se
impusieron por decreto. Se habló mucho de víctimas y de reparación. Miles de
hombres y mujeres colmaron las oficinas del gobierno buscando que el Estado les
reconociera sus muertos y les devolvieran la tierra que hacía mucho tiempo los
poderosos les habían arrebatado.
-
Desde aquí ya queda poco para el rancho. Lo primero será acomodar la cerca, yo
me acuerdo que antes se nos metían mucho los animales del compadre José y nos
dañaban las matas.
-Estoy
cansado y tengo hambre.
-No
se preocupe Esteban apenas lleguemos su mamá nos prepara algo, más bien súbase
al caballo y ayúdenos a guiar las demás bestias.
Martha
levantó los ojos y vio su antigua casa al final del sendero. Era solo una
ruina. Cuatro paredes seguían en pié en medio de una tierra gris que daba
testimonio de tiempos de violencia y muerte. Amarraron los caballos y las mulas, entraron respirando
largamente como quien despierta de un terrible sueño y ahora solo quiere
reconocerse en el mundo de los vivos.
- En
esta habitación nació usted.
Martha
y Manuel acariciaban las paredes y acercaban el oído como queriendo que estas
les reconocieran y les dieran la bienvenida.
-Aquí
en este patio mataron a su hermano Julián, le dispararon tres veces.
Se detuvieron
mirando un árbol muerto, abrazándose y sabiendo que lo que seguía era lo más
duro, recuperar la tierra también es añorar a los muertos, seguir adelante a
pesar de la tristeza.
En
la Mañana Braulio y José saludaron desde el recodo del camino. Encontraron a la
familia entre herramientas acomodando el
techo y descargando las últimas cosas que traían consigo.
-Compadre
esta tierra está enferma. Ya no crece
nada. Los de la oficina del gobierno nos dicen que es mejor venderla.
Manuel
miraba un puñado de ceniza que se encontraba bajo sus pies. La tomó en sus
manos tratando de olerla.
-
Sembraron palma los últimos quince años, el señor que compró todo esto tenía
mucha plata, trajo maquinaria,
trabajadores y muchos químicos. La tierra se agotó y ahora es un puñado
de ceniza. Solo ceniza Manuel, solo eso nos dieron.
- ¿Y
entonces que van a hacer ustedes?
-La
cosa va muy mal Manuel, con otros hemos decidido vender, veníamos a decirle a
usted, para ver si siendo muchos nos pagan un poco más.
-¿Y
nuestros muertos? ¿Los que nos mataron? Esta tierra es nuestra y no la vamos a
dejar.
-Compadre,
no es cosa de muertos es cosa de vivos, si nos quedamos aquí va a ser para
morirnos de hambre.
Manuel
sintió que el sol castigaba su cuerpo.
Miraba con pena a su familia, pero con más pena y dolor a los dos hombres que
ahora solo hablaban de vender todo y volver a una ciudad que no les pertenecía,
que siempre los había tratado como extraños.
-
Gracias compadres pero yo me quedo. Si alguien les pregunta le dicen que
prefiero el hambre aquí en mi tierra que en los tugurios de la ciudad. Si, para
mi esa hambre es peor.
Las
semanas que vinieron fueron terribles. Efectivamente la tierra agotada se había
convertido en un puñado de ceniza y sal. Sembraron primero las semillas que les
dio el gobierno pero ni un brote hacia avizorar que la situación cambiaria.
Ahora solo les quedaba el maíz, el mismo que Martha recogió en un tarro el día
que mataron a su hijo, el día que abandonaron todo.
Manuel
y su hijo tomaron los azadones y cavaron lo más profundo que pudieron. Al fondo
la promesa de una tierra negra y fértil nunca los esperó. Todo era igual, un
hollín que se extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Esa tarde una camioneta
lujosa se estacionó afuera del rancho. En ella un hombre obeso y una mujer
joven, que a Esteban le pareció hermosa, los miraban con desprecio y
lastima. No se bajaron del vehículo, no
hablaron con nadie, solo esperaban como buitres a ver que la familia cayera, para
apoderarse del miserable terreno que habitaban.
-Yo
creo que no es la sal lo que mató esta tierra, fue la sangre de tanto muerto. La
sangre de su hijo y el mío que nos mataron en este mismo patio.
Sembraron
el maíz, lo regaron trayendo el agua de muy lejos por que incluso los ríos se
negaban a dar el consuelo del agua. Los días pasaron y solo se veía el mismo
paisaje triste. Cuando se agotó el alimento supieron que tal vez habían vuelto a esta tierra solo para
morir.
-Martha,
amor que nos queda.
-Un puñado
de harina y unas cucharadas de café.
-Entonces
llegó la hora, prepare la comida, después solo nos queda morirnos.
Comieron
amargamente, no dijeron nada, solo se miraban pensando que la vida se había
ensañado siempre con ellos, que eran los condenados de la tierra. Salieron del
rancho y contemplaron las estrellas. Se acostaron en medio del campo y
esperaron así que Dios cerrara sus ojos.
Cuando
despertaron los primeros brotes se levantaban orgullosos. Habían vencido.
ALVARO
LOZANO GUTIERREZ.
Texto ganador del primer premio del
concurso cuento corto Agenda Latinoamericana 2017.
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