*Texto ganador del segundo premio del
concurso cuento corto Agenda Latinoamericana 2016.
La mañana abrió sus ojos a otro día de lucha. Recorrió la casa despacio deteniéndose de manera inconsciente en cada en cada objeto, en las imperfecciones de las paredes, en las grietas abiertas por el tiempo, en cada retrato que evocaba el pasado, acariciando todo con la mirada, acariciando la memoria.
- Mire que este café le hubiera gustado, es
un poquito amargo pero así lo prefería usted ¿se acuerda?
Sus manos reconocieron las sábanas buscando
esa silueta perdida. Un ritual repetido mil veces para organizar la vida en
torno a los recuerdos, sin llanto, sin palabras, sólo precisando que el aliento
de su hijo no se perdiera para siempre.
- Ayer encontraron a su amigo Gonzalo en la
fosa del cementerio central, también lo mataron por la espalda. La comadre
Diana tuvo problemas con los militares, casi no se lo dejan sacar.
Cinco años atrás, cuando Antonio tomó su
camino, en su mente había más hambre que ilusión, era ese dolor que lo
acompañaba desde niño: la pesadez, el desaliento, eso que anima los sentidos
acallando las ideas. La plaga de los condenados de la tierra. Se fue a recoger
café, buscando en esas lejanas montañas un poco de dignidad. Ahora lo único que
le quedaba a María era su sombra atrapada en los objetos, restos de una vida
cegada por una guerra que nunca decidió pelear.
- Hoy me toca terminar más tarde, mire que
llegaron unas compañeras de lejos.
Ese día la plaza estaba llena, innumerables
mujeres sostenían retratos de sus hijos muertos. Parecían infinitos, pero no
obstante cada una de ellas tenía una cifra exacta: 3.796. Civiles inocentes,
llevados bajo engaños a zonas de combate, asesinados a sangre fría y
presentados como bajas enemigas, presentados como trofeos de guerra.
Todos eran pobres, a todos les habían
prometido un trabajo, todos ejecutados y declarados como guerrilleros. Ahora
recorrían la plaza los jueves en la tarde, sus imágenes recordaban al mundo que
en una guerra sin sentido los absurdos pueden multiplicarse en los cuerpos de
aquellos que nunca sostuvieron un fusil.
- A mi hijo me lo mataron hace cinco años,
le dispararon y le pusieron un arma en las manos. Después cobraron la
recompensa.
María le hablaba a un grupo de mujeres
recién llegadas, sus rostros asustados mostraban la extrañeza ante una ciudad
que no les pertenecía. Ahora ella era fuerte, había aprendido a serlo gritando
la verdad todos los días.
Las abrazó largamente con la ternura que
viene del intenso dolor. Todas eran una sola persona, las unía un pasado en
común, la de ser las madres de los falsos positivos.
Segundo premio concurso cuento corto.
Agenda Latinoamericana 2016
http://servicioskoinonia.org/cuentoscortos/articulo.php?num=102
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