*Texto publicado en la Revista Surgente. #13, 2012
https://issuu.com/revistasurgente/docs/surgente13
Boris consultó su reloj por tercera vez, la paciencia no era una de sus
cualidades y además el calor de aquella mañana hacia mas tediosa la espera.
Sentado en un banco de concreto pudo ver como el parque se llenaba con los
niños y jóvenes de un colegio cercano. Uniformes grises y sudaderas se
alternaban mientras la libertad se hacia presente en las mentes de sus dueños
que se disponían a disfrutar el descanso minuto a minuto.
De alguna manera alrededor del rubio hombre se hizo un espacio vacío. No
era común ver a una persona como Boris en aquel costado de la ciudad. Sus ojos
azul hielo contrastaban con una piel delicada, cabello engominado peinado hacia
atrás, manos perfectamente cuidadas y una magnifica estatura. Su vestir sin rayar
en lo formal era elegante: jeans, chaqueta azul de gamuza, camisa blanca y
zapatos negros que reflejaban el sol ya casi meridional.
Un grupo de tras niñas pasaron a su lado. La del costado derecho volteó a
verlo y esbozó una sonrisa que lo invitaba a hablarle aunque fuera por breves
minutos. No obstante otra imagen lo hizo perder de vista aquella beldad
juvenil. Dos profesores que caminaban a unos pocos metros; una mujer de treinta
y cinco años de cabello rubio y un hombre no mayor de treinta que fue el que
realmente llamó su atención aunque no lograba precisar por qué.
Efectivamente no era llamativo: mediana estatura, bata blanca, rostro con
rasgos finos que daban a su faz un halo de inteligencia lo que era acentuado por
unos lentes que enmarcaban sus ojos. Caminaba con las manos atrás, de manera
lenta y segura, escrutando con la mirada los movimientos de cada niño bajo su
cuidado.
-El canciller. Dijo Boris para si mismo.
Efectivamente el caminar de este hombre le recordaba a Adolfo Hitler paseando
por Rastenburg, su cuartel general, en las mañanas de la Baviera germana. Sí.
Era lo que le había hecho mirar a este hombre que aparecía cada cinco minutos
después de que obviamente daba la vuelta completa al parque. En el fondo y
proveniente del colegio se escuchaban las notas de la sinfonía octava de
Bruckner hecho que añadió a la atmósfera un nuevo detalle histórico: esta pieza
había sido transmitida por la radio alemana cuando se anunció al pueblo el
suicidio del Führer.
Las meditaciones del rubio hombre se cortaron cuando un balón tocón su
zapato derecho.
-Me hace el favor…
Dijo un niño que le pareció gracioso por sus grandes dientes que le daban
la apariencia de un roedor de caricatura. Boris levantó el balón con la mano
derecha y se lo acercó generosamente sin pronunciar palabra pero lanzando una
mirada aguda, penetrante, de hielo. El pequeño lo tomó quedando atrapado por un
momento en los ojos de aquel gigante rubio, pero intespectivamente se dio
vuelta y gritó: -por qué le pegó tan duro
negro- mientras otro niño del color del ébano efectivamente recogía la esférica
para volver a su mundo de juegos.
Una cuarta repasada a su reloj delató la impaciencia del hombre del banco
de concreto que no había notado al jardinero que se colocó frente a el.
-guten tag. Dijo el hombre vestido con un raído overol
amarillo y gorra verde, moviendo la mano de izquierda a derecha de una manera
felina, ágil, casi imperceptible.
Boris no reaccionó, solo vio el reflejo de un acero mortal ya en lo alto en
las manos del jardinero. Estaba mortalmente herido. Su cuello manaba una negra
sangre que estalló empapando la blanca camisa de seda. En un movimiento de auto
conservación se llevó las manos a la garganta en un intento por retener la vida
que se escapaba en cada gota del precioso líquido. Fue inútil.
Los niños que gritaban confundidos corrieron hacia el ancho portón del
parque. Solo el profesor iba en contravía de la marea humana mientras que de
manera instintiva y rápida se quitaba la bata al tiempo que sus ojos se congelaron
en dirección al moribundo. Tomándolo por el pecho lo recostó en el banco
enredándole el trapo ya ensangrentado en el cuello.
-Canciller, Dijo Boris con voz
apagada casi imperceptible.
-no, soy el nieto del Standartenführer
Eichmann. Contestó el hombre en un alemán perfecto, sin acento.
Entonces lo comprendió. Una mueca de ironía que casi esbozaba una sonrisa
se dibujó en su rostro. Él, Boris Rausser, el nieto de un criminal de guerra
muerto en la orca de la torturada Polonia no había cruzado el mundo para vender
armas a los rebeldes de turno. Había venido a este suelo extranjero a morir. Su
destino no fue el del mercenario abaleado en un país cualquiera, era el de un
soldado que moriría en los brazos de uno de sus iguales, de un hombre que como
él llevaba sobre los hombros los atroces crímenes de sus padres.
La sensación de ser un soldado muriendo de sed en el Alamein o un joven infante
delirando en la nieve del frente oriental no era del todo falsa. Boris fue
todos ellos y a la vez ninguno. Fue su abuelo ajusticiado por los vengativos
sobrevivientes, fue el vencido canciller en el Bunker de Berlín buscando la
liberación a su miedo, fue el homicida colgado en Sión. Fue todos los hombres
del mundo. Ahora estaba muerto.
Alvaro Lozano Gutierrez
Excelente, el final asombra, entre Borges y Cortazar.
ResponderEliminar